viernes, 12 de septiembre de 2008

El boca sucia

Emilio Palacio
Para bien o para mal, el ser humano es un animal de costumbres. Si se nos educa bien, nos acostumbraremos desde pequeños al orden, el respeto y las buenas maneras; pero con la misma facilidad podemos adaptarnos a la inmundicia, el mal olor y las malas palabras.
En estos días los ecuatorianos nos hemos acostumbrado a los insultos del Presidente. Antes, cuando Abdalá Bucaram ofendía a algún rival, era titular de portada. Hoy, son tantas las ofensas cotidianas del Primer Mandatario que los diarios no se dan abasto para reseñarlas. Nadie olvidará el día en que Jaime Nebot llamó a gritos a un diputado para vaciar sobre él sus residuos líquidos; pero los insultos que ha proferido Correa son demasiados para conservarlos todos en la mente. Solo recordamos los más notorios: “ándate a la casa de la v… “, “por idiotas como tú”, “bestias salvajes”, “pitufos”.
¿Por qué Correa insulta? Es sorprendente que ningún analista político de los que simpatizan con el Gobierno le haya dedicado ni media página a este fenómeno de actualidad. Seguramente porque si lo hiciesen, tendrían que reconocer una desagradable verdad: Correa insulta para fortalecer su proyecto político de atemorizar al país. El insulto de alguien más poderoso intimida, sobrecoge. En las masas, además, genera un sentimiento de desprotección que las empuja a agruparse detrás del “líder” que más grita.
Secundariamente, este lenguaje procaz le sirve a Correa para identificarse con su base social de marginales, la que le aporta su mayor caudal de votos. Es un viejo truco que aprendió de Bucaram y para el cual este economista graduado en Bélgica ha demostrado extraordinaria habilidad. (Ni siquiera la vieja Europa puede hacer milagros, como ven. Lo que natura non da, Salamanca non presta).
Los insultos siempre formaron parte de la vida ecuatoriana, pero antes eran mal mirados. La sociedad disponía de anticuerpos. Hoy, gracias a Correa y al correísmo, la población tiende a minimizarlos con diversos argumentos:
“Él es así”. Le escuché esta explicación a una respetable señora que aguardaba conmigo el otro día en la sala de estar de una oficina pública. Me aclaró que a ella le desagradan los insultos del Presidente, pero que deberíamos disculparlo porque “es su carácter”.
Hacerse el sordo y el mudo. Es la actitud favorita de Alberto Acosta. Cuando le preguntan sobre el tema, ni justifica ni critica al Presidente. Solo sonríe, enigmáticamente.
“¿Cuál insulto?” Es la postura de los medios de comunicación gobiernistas. Los insultos del Presidente no existen, así que nunca aparecerán en los noticiarios oficiales.
“De eso sí te preocupas, pero de criticar a la partidocracia no”. Es el comentario con que lavan su conciencia los pocos dirigentes honestos que quedan en Alianza PAIS, como si uno de los motivos para repudiar a los viejos partidos no hubiese sido precisamente su irrespeto a la dignidad humana.
Pero aunque los ignoremos, los justifiquemos, los idealicemos o los neguemos, los insultos de Correa están allí, y permanecerán para siempre grabados en las páginas negras de la historia ecuatoriana, junto a tantas otras vergüenzas que heredarán nuestras futuras generaciones en esta transición entre dos milenios.

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