jueves, 24 de septiembre de 2009

Por la monarquía

Simón Espinosa Jalil
La Revolución Ciudadana ha entendido una verdad universal que poca gente ha querido reconocer en esta hipócrita era: la mejor forma de gobierno ha sido, es y será la monarquía.La razón es sencilla: un país con propietario (rey, príncipe, majestad, compañero-presidente) es como una casa con dueño: si algo está dañado, el dueño lo arregla y punto. En democracia a nadie le importa la casa. Cada uno cuida su rinconcito, y el resto, que se pudran. Las consecuencias, tan evidentes en nuestra mansión tricolor, son el caos, la mediocridad y Jorge Ortiz.¿Qué es lo que queremos? ¿Libertad para hablar, pelear y calumniar, o un buen dueño que nos dé arreglando las tuberías y el tumbado? Una simple dictadura no es suficiente. El problema con los dictadores es que saben que tarde o temprano los van a derrocar. Por eso, se dedican a devorar el país a toda velocidad, antes de que sea demasiado tarde.
Lo hemos experimentado desde el 2007: el compañero-presidente trató de ser un modesto autoritario y ya ven lo que ha pasado: alguna gente de su entorno se ha entregado en cuerpo y alma a traficar influencias y ganar contratos como si mañana se fuera a acabar el mundo. Hay que tranquilizarlos: si el humilde autócrata se radicaliza y se convierte en rey, todos en la corte podrán enriquecerse con más calma y guardando las formas. ¿Un ejemplo de las bondades del absolutismo? Uno muy cercano: la monarquía guayaquileña. ¿Acaso no prosperó como nunca la casa porteña bajo el régimen de León I y su heredero Jaime, sin oposición, sin libertad de expresión, sin justicia independiente, y con una corrupción institucionalizada, elegante, bien vestida, civilizada? Solo ahora, cuando la monarquía está amenazada, vemos que en Guayaquil hasta se abren cráteres en las calles, algo que antes solo pasaba en la pobre y democrática capital. Si de verdad quiere hacer algo por la Patria, el actual gobierno debe seguir ese ejemplo y convertirse en monarquía. Va por buen camino, con la ayuda de Dios (que, como demuestra la historia, siempre fue un monárquico convencido).

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