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Ese fue el dilema de Colombia. Uno de los más encarnizados enemigos de la libertad de los colombianos, el narcoterrorista Raúl Reyes, sobre quien pendían 127 acusaciones por asesinatos, secuestros, extorsiones, violaciones, y así hasta casi agotar el código penal, se puso al alcance de los aviones de Bogotá, del otro lado de la frontera ecuatoriana, y el presidente Uribe le dio luz verde a la operación sin consultar con el señor Correa. Pensó, con razón, que era preferible pedir perdón que pedir permiso. Gobernar a veces es elegir entre obligaciones y derechos conflictivos. Este episodio demuestra la gravísima deriva del conflicto colombiano en virtud de la aparición de Hugo Chávez en el panorama latinoamericano. El coronel venezolano se propone palestinizar a toda la región andina. Y la palabra va mucho más allá de la licencia literaria: en la computadora de Raúl Reyes estaban las pruebas de la mano libia, de los mercaderes de armas libaneses, de la terrorífica adquisición de 50 kilos de uranio que no podían tener otro destino que la elaboración de una bomba sucia cuya radioactividad fuera capaz de matar a miles de personas en la ciudad elegida (¿Bogotá, Medellín, New York, Washington?).
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