Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Desde que empecé a escribir esta columna hace tres años me han invitado a varias reuniones con grupos de personas llenas de ganas de meterse en política, entrar en acción y poner el hombro por el país. Ahí nunca faltan buenas ideas y propuestas para formar movimientos políticos, reformar partidos caídos o involucrarse en temas actuales.
Estas reuniones eran especialmente apasionadas en época de elecciones. Ante el temor del proyecto de Rafael Correa, que se lo identificaba en ese entonces más que ahora con el proyecto de Chávez, no faltaba todo tipo de propuestas políticas para contrarrestar el avance de estas ideas socialistas.
Son reuniones siempre interesantes, con gente llena de buenas intenciones por mejorar las cosas en este país. Los debates son siempre entusiastas. Los planes ambiciosos. Se arman agendas de trabajo, se intercambian contactos. Uno sale de ahí lleno de energía. Listo para cambiar al país.
Pero pasada la adrenalina de la noche, uno llega a casa, vuelve a lo suyo y rara vez hay una segunda reunión. Regresamos a nuestros trabajos y nuestras preocupaciones familiares. A los pagos de la luz, el cable, el arriendo, el carro, el colegio de los hijos, la comida. Regresamos a la realidad que nos limita a lo inmediato, sin dejarnos tiempo para todos esos proyectos e ideas para cambiar el país. La política queda para discutirla en la próxima fiesta o el próximo almuerzo de negocios. Hasta ahí nomás. No hay tiempo, ni dinero, ni el deseo de complicarnos la vida.
Ahora que Rafael Correa se consolida hay menos de esas reuniones. Se habla menos de la necesidad de unir a la oposición en un grupo fuerte que apoye las tesis liberales para hacer contrapeso a esta avalancha socialista. Como que nos hemos acostumbrado al Gobierno. Ya no se siente esa urgencia de hace unos meses.
Vendrá el referéndum para aprobar la Constitución. Ganará el sí de largo. Vendrán las elecciones presidenciales y de otras dignidades. Ganará Correa y su partido. Y cuando ya sea muy tarde, volverán todas esas reuniones desesperadas por hacer algo por este país y evitar que caigamos en un socialismo más profundo.
Queremos y buscamos una oposición fuerte y a ese líder que pueda hacer contrapeso al Presidente. Pero no queremos involucrarnos. A veces se necesitan situaciones extremas para que surjan nuevos líderes. Yon Goicoechea, líder estudiantil venezolano que visita nuestro país, es un buen ejemplo de ello. Su liderazgo nacional emergió en momentos extremos para frenar y decirle “no” a un Chávez que aplastaba libertades y buscaba acaparar todo el poder.
Acá seguimos esperando pasivamente que las cosas se arreglen solitas, que todo vaya mejor, o en todo caso no tan mal. Que no haya necesidad de grandes manifestaciones. Que podamos continuar la vida sin muchos sobresaltos.
La política es muy bonita, muy interesante, muy emocionante para discutirla con un trago en mano. Pero ser político es otro cuento. Es muy complicado. Cuesta plata, tiempo, estrés, y una rápida caída del pelo.
Así nos dejamos llevar por los políticos de turno. Somos espectadores pasivos de la realidad nacional, listos siempre para reclamar y vociferar cuando las cosas anden mal. Aunque no hagamos mucho por evitarlo.
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