Vivo, desde que nací hace 36 años, en el barrio del Mercado Central, en las calles 10 de Agosto y Lorenzo de Garaycoa; en una casa construida por mi abuelo hace más de 50 años.
Tengo la bendición de trabajar en el local que queda en la planta baja del edificio y ocupar el departamento de la planta superior. A través de los años he visto cómo ha cambiado la anatomía urbana de este sector de la ciudad. Recuerdo que de niña había quioscos adosados a las paredes exteriores del Mercado Central. Recuerdo la bulla de los parlantes de ciertos vendedores informales que se tendían en la calle para promocionar sus mercaderías, y a veces para llevar peleas campales de “pico a pico” con otros vendedores.
Recuerdo el caos vehicular. Recuerdo que para ciertas épocas como el Día de la Madre, Navidad, fin de año; mi bus escolar no podía pasar por estas calles, entonces debía armarme de paciencia y valor para bajarme a cuatro o cinco cuadras de mi casa y caminar por esa marejada de personas. En algunas ocasiones me robaron; en otras, me empujaron o me manosearon, hasta que lograba llegar a mi hogar.
Hasta hace unos cinco o seis años viví la misma experiencia con mis hijos. En las mismas fechas tenía que salir a buscarlos porque el bus de su escuela no podía ingresar a dejarlos hasta nuestra casa.
Gracias a Dios ya existían los teléfonos celulares y la ubicación del expreso era casi inmediata. Igual era un poco difícil regresar por esas cuatro cuadras con tres niños pequeños, con tres mochilas y tres loncheras, y peleando con la misma marejada de personas.
Pero un día un ciudadano lleno de coraje, amor y pasión por su ciudad decidió mejorar el sector donde resido y trabajó. Tumbó los quioscos desaseados y desordenados que se adosaban al Mercado Central, reguló los locales comerciales y ordenó las calles impidiendo que los informales se tomen arbitrariamente espacios destinados a la vía pública
Un día llegué por la noche a mi casa luego de una reunión y casi lloro al encontrarme con un edificio bellamente iluminado, limpio, con áreas verdes y recién pintado con la hermosa estrella de Octubre coronada de laureles en relieve, en una de sus esquinas. Me quedé embobada viendo lo maravilloso que se veía el edificio del Mercado Central que por la mañana me parecía tan burdo y descuidado. A partir de ese año mis hijos no volvieron a quedarse lejos de su casa en ninguna fecha y por ningún motivo. El tránsito mejoró notablemente, no me han vuelto a robar. Me da orgullo decir que vivo en 10 de Agosto y Lorenzo de Garaycoa, en zona regenerada. Si todos los que se quejan y abogan por el libre derecho al trabajo recorrieran esta área después de las 8 de la noche, se darían cuenta de la inmunda suciedad que dejan (desechos comestibles, fisiológicos, empaques, pañales sucios, cartones, papeles, etcétera) a su paso, comerciantes informales que aún se apostan en las veredas hacia el término de la tarde.
Todos queremos trabajar, entonces pongamos todos juntos el hombro. No nos escudemos en la anarquía, el desorden y la suciedad para lograr un derecho que no está sustentado en la responsabilidad de asumir orden y respeto a los demás y a las leyes. Recordemos que el derecho de cualquier persona al trabajo se acaba cuando empieza mi derecho a tener una vida tranquila en un barrio aseado y cuidado.
Martha Inés Domínguez Naranjo,ingeniera comercial, Guayaquil
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