Francisco Febres Cordero
Yo sí creo que este Gobierno es de casino. Tal vez ha de ser porque el Correa es coupier. No pues por la pinta, sino por cómo habla. Se para ahí al frente y, en lugar de decir no va más, como se usa en el léxico apostaticio, grita ¡ya basta! Y todo el mundo se queda paralizado y no acierta a colocar ni una ficha más. ¡Qué susto! ¡Eso es pues ser coupier!
Y, además, es superselectivo con los jugadores, también. Deja que a la mesa se acerque solo cierta gente. ¡Ese qué va a apostar, si ni siquiera me llega a la cintura!, dice. O sea, su juego es lo que en términos jugaditicios se llama “pitufos out”. Con razón que él, que es bien altote, siempre gana. Solo cuando llega su hermano Fabricio, que es más altote, se pone nervioso y pierde un poco. No pues las fichas, sino la cabeza.
Lo cierto es que la revolución ciudadana está poniéndose linda con la revelación de que a toditos les ha sabido encantar el juego. Es que ya estaba volviéndose aburrida, hablando solo de la espada de Bolívar que camina solita por América Latina, y de la cama de Bolívar, y del caballo de Bolívar. En cambio ahora, se ve que la revolución es, ¿cómo les dijera?, más humana. Sin tanto hérue y con ciertas flaquezas propias de los ludópatas que, queramos o no, son seres de carne y hueso. ¿Quién no ha jugado en su vida? ¿Quién no ha apostado algo? Ya ven: la revolución nos acerca a la cotidianidad.
Cómo será que hasta la Pierina ha sabido casiniar y recibir serenatas de mariachis que le van a cantar antes que la ruleta acabe de girar y la bola se detenga en el número inconsútil del incierto destino. ¡Qué lindo quiablo! ¡Qué también querré decir, pero qué palabras más inspiradas que empleo! Es que a mí también el juego me abre el apetito verbal y me vuelve como al Correa: un torrente. Pero la suerte es que a mí no me da por insultar, sino por la poesía.
¿En qué estábamos? Es que por andar pensando en los sortilegios, me perdí. Ah ya, de los casinos estábamos hablando. O sea de cómo en la revolución del siglo XXI la alta política está librada al azar. Y de cómo la suerte cambia a cada instante y un momento favorece a uno y otro momento favorece a otro. Ahora, por ejemplo, le está desfavoreciendo al un Correa, que está como perdiendo su capital de credibilidad en cada apuesta, y favoreciendo al otro Correa, que sacó jackpot con sus denuncias. ¿Sí me entienden, no? Es que los jugadores tenemos un lenguaje medio complicado, que no es para cualquiera.
En el casino de la revolución ciudadana. ¡Ay no, qué bruto, en el gobierno de la revolución ciudadana quise decir! Ahí se juega el todo por el todo, hasta el extremo de que mucho antes el Correa dijo que ya no iba a permitir que se jugara más en las máquinas tragamonedas, pero después, milagrosamente, estas proliferaron y los funcionarios cercanos al régimen ¡cómo comenzaron a apostar! Algunitos resultaron unos linces ora para la ruleta, ora para las máquinas tragaperras, que son su debilidad. Cómo será, que dizque se están haciendo ricos de tanto jugar porque donde ponen el dedo, les sale el póker. O bueno ya, les sale el diez por ciento. O los diez mil dólares mensuales. O los contratos sin licitación. Pero que ganan, ganan.
¡Qué suerte!
Y, además, es superselectivo con los jugadores, también. Deja que a la mesa se acerque solo cierta gente. ¡Ese qué va a apostar, si ni siquiera me llega a la cintura!, dice. O sea, su juego es lo que en términos jugaditicios se llama “pitufos out”. Con razón que él, que es bien altote, siempre gana. Solo cuando llega su hermano Fabricio, que es más altote, se pone nervioso y pierde un poco. No pues las fichas, sino la cabeza.
Lo cierto es que la revolución ciudadana está poniéndose linda con la revelación de que a toditos les ha sabido encantar el juego. Es que ya estaba volviéndose aburrida, hablando solo de la espada de Bolívar que camina solita por América Latina, y de la cama de Bolívar, y del caballo de Bolívar. En cambio ahora, se ve que la revolución es, ¿cómo les dijera?, más humana. Sin tanto hérue y con ciertas flaquezas propias de los ludópatas que, queramos o no, son seres de carne y hueso. ¿Quién no ha jugado en su vida? ¿Quién no ha apostado algo? Ya ven: la revolución nos acerca a la cotidianidad.
Cómo será que hasta la Pierina ha sabido casiniar y recibir serenatas de mariachis que le van a cantar antes que la ruleta acabe de girar y la bola se detenga en el número inconsútil del incierto destino. ¡Qué lindo quiablo! ¡Qué también querré decir, pero qué palabras más inspiradas que empleo! Es que a mí también el juego me abre el apetito verbal y me vuelve como al Correa: un torrente. Pero la suerte es que a mí no me da por insultar, sino por la poesía.
¿En qué estábamos? Es que por andar pensando en los sortilegios, me perdí. Ah ya, de los casinos estábamos hablando. O sea de cómo en la revolución del siglo XXI la alta política está librada al azar. Y de cómo la suerte cambia a cada instante y un momento favorece a uno y otro momento favorece a otro. Ahora, por ejemplo, le está desfavoreciendo al un Correa, que está como perdiendo su capital de credibilidad en cada apuesta, y favoreciendo al otro Correa, que sacó jackpot con sus denuncias. ¿Sí me entienden, no? Es que los jugadores tenemos un lenguaje medio complicado, que no es para cualquiera.
En el casino de la revolución ciudadana. ¡Ay no, qué bruto, en el gobierno de la revolución ciudadana quise decir! Ahí se juega el todo por el todo, hasta el extremo de que mucho antes el Correa dijo que ya no iba a permitir que se jugara más en las máquinas tragamonedas, pero después, milagrosamente, estas proliferaron y los funcionarios cercanos al régimen ¡cómo comenzaron a apostar! Algunitos resultaron unos linces ora para la ruleta, ora para las máquinas tragaperras, que son su debilidad. Cómo será, que dizque se están haciendo ricos de tanto jugar porque donde ponen el dedo, les sale el póker. O bueno ya, les sale el diez por ciento. O los diez mil dólares mensuales. O los contratos sin licitación. Pero que ganan, ganan.
¡Qué suerte!
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