Francisco Febres Cordero
Ahora resulta que para los ministros, secretarios o asesores del excelentísimo señor presidente de la República, quienes insultan y emplean un lenguaje agresivo y procaz son los periodistas.
Desde el inicio de su gobierno, el excelentísimo señor presidente de la República se dedicó a despotricar contra la prensa y los periodistas, a quienes ha endilgado, de manera sistemática, necia, los más burdos epítetos.
Sin embargo, para sus áulicos eso es justificable porque está llevando adelante una revolución y, por lo tanto, tiene la obligación de poner en su sitio a quienes le señalan errores y exigen rectificaciones. Por algo el excelentísimo señor presidente ha demostrado siempre tener la razón en todo, ser el único poseedor de la verdad y, como si eso fuera poco, ha ganado todas las elecciones posibles, lo cual le da potestad para erigirse en amo y señor de este país de siervos.
Los ministros y funcionarios del régimen bajan sumisamente la cabeza cuando el señor presidente les recrimina en público o en privado. Y eso está bien: están en su derecho. Seguramente su fe en eso que ellos llaman “el proyecto” no ha decaído y todavía se hallan dispuestos a jugarse enteros por él, aun a costa de su propia dignidad, de su (des)vergüenza y amor propio. Que, sonrojados, se muerdan la lengua refleja la absoluta sumisión ante quien consideran su patrón, su guía, su inspirador.
Sin embargo, quienes hemos visto cómo nuestros sueños de cambio han sido despedazados y hemos comprobado cómo la tal revolución ciudadana va tornándose en un experimento tan torpe y ciego como autoritario, no tenemos por qué silenciarnos ante las andanadas verbales que el excelentísimo señor presidente lanza contra todos aquellos que se atreven a pensar de manera diferente. ¡Que callen sus siervos, transmutados en esclavos del siglo XXI! Qué callen ellos y que bajen la cabeza, aunque luego –imitando los gestos de su amo– la levanten para acusar de ser los promotores de violencias verbales y exabruptos a quienes llaman enemigos de la revolución ciudadana.
Ahí están ellos, tan modositos, tan acoquinados a la hora de aceptar las reprimendas presidenciales y tan prepotentes, tan ensoberbecidos, tan arrogantes, tan henchidos de poder al momento de reclamar a los otros por lo que consideran faltas a la majestad del presidente o a esta revolución de camarillas, trampas y ocultamientos.
Y uno se pregunta: ¿qué buscan, qué pretenden con sus amenazas, con sus voces destempladas aquellos funcionarios que viven bajo el terror de su jefe y, ante los demás, se dan a ensayar bravuconadas, gestos desafiantes, palabras altisonantes? ¿Qué pretenden si no, tal vez, ganar una palmada de felicitación de su señor, la invitación a un viaje en el avión privado o a un desayuno con yuca, bolón de verde, cebiche y puerco hornado al más puro estilo belga?
Si ellos callan ante el menosprecio y la arrogancia de su jerarca es porque han escogido el servilismo como opción. Pero que no crean que porque han optado por la sumisión, este es un país de eunucos donde todo aquel que es agraviado debe soportar las afrentas tembloroso, con la cabeza baja y en silencio.
Desde el inicio de su gobierno, el excelentísimo señor presidente de la República se dedicó a despotricar contra la prensa y los periodistas, a quienes ha endilgado, de manera sistemática, necia, los más burdos epítetos.
Sin embargo, para sus áulicos eso es justificable porque está llevando adelante una revolución y, por lo tanto, tiene la obligación de poner en su sitio a quienes le señalan errores y exigen rectificaciones. Por algo el excelentísimo señor presidente ha demostrado siempre tener la razón en todo, ser el único poseedor de la verdad y, como si eso fuera poco, ha ganado todas las elecciones posibles, lo cual le da potestad para erigirse en amo y señor de este país de siervos.
Los ministros y funcionarios del régimen bajan sumisamente la cabeza cuando el señor presidente les recrimina en público o en privado. Y eso está bien: están en su derecho. Seguramente su fe en eso que ellos llaman “el proyecto” no ha decaído y todavía se hallan dispuestos a jugarse enteros por él, aun a costa de su propia dignidad, de su (des)vergüenza y amor propio. Que, sonrojados, se muerdan la lengua refleja la absoluta sumisión ante quien consideran su patrón, su guía, su inspirador.
Sin embargo, quienes hemos visto cómo nuestros sueños de cambio han sido despedazados y hemos comprobado cómo la tal revolución ciudadana va tornándose en un experimento tan torpe y ciego como autoritario, no tenemos por qué silenciarnos ante las andanadas verbales que el excelentísimo señor presidente lanza contra todos aquellos que se atreven a pensar de manera diferente. ¡Que callen sus siervos, transmutados en esclavos del siglo XXI! Qué callen ellos y que bajen la cabeza, aunque luego –imitando los gestos de su amo– la levanten para acusar de ser los promotores de violencias verbales y exabruptos a quienes llaman enemigos de la revolución ciudadana.
Ahí están ellos, tan modositos, tan acoquinados a la hora de aceptar las reprimendas presidenciales y tan prepotentes, tan ensoberbecidos, tan arrogantes, tan henchidos de poder al momento de reclamar a los otros por lo que consideran faltas a la majestad del presidente o a esta revolución de camarillas, trampas y ocultamientos.
Y uno se pregunta: ¿qué buscan, qué pretenden con sus amenazas, con sus voces destempladas aquellos funcionarios que viven bajo el terror de su jefe y, ante los demás, se dan a ensayar bravuconadas, gestos desafiantes, palabras altisonantes? ¿Qué pretenden si no, tal vez, ganar una palmada de felicitación de su señor, la invitación a un viaje en el avión privado o a un desayuno con yuca, bolón de verde, cebiche y puerco hornado al más puro estilo belga?
Si ellos callan ante el menosprecio y la arrogancia de su jerarca es porque han escogido el servilismo como opción. Pero que no crean que porque han optado por la sumisión, este es un país de eunucos donde todo aquel que es agraviado debe soportar las afrentas tembloroso, con la cabeza baja y en silencio.
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