Emilio Palacio
Desde hace varias semanas al Gobierno le va mal. Todo lo que intenta encuentra obstáculos aparentemente insalvables o provoca el estallido de vergonzosos escándalos que salpican su imagen moral y ética. Cierto es que Correa sigue insultando todos los sábados (faltándoles el respeto a las mujeres y a los mayores incluso) y las arcas fiscales continúan abiertas para que cualquier revolucionario les meta mano; pero la buena noticia es que con cada escándalo el Presidente pierde credibilidad y eso le resta poder para cerrar periódicos, encerrar a sus críticos y confiscarles a sus enemigos sus propiedades, como con toda seguridad hiciese si las circunstancias fuesen otras.
¿Quiere todo esto decir que el Gobierno podría caer, como en Honduras, derrocado por un golpe militar? En lo inmediato esa posibilidad está descartada porque el escenario político en Ecuador es distinto. Aquí los viejos partidos ya casi no existen, son apenas la sombra de lo que fueron, y los militares están entretenidos con el chupete del petróleo. Además, los ecuatorianos ya experimentamos con la caída de tres presidentes: Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez, y llegamos mayoritariamente a la conclusión de que por esa vía poco o nada se consigue. Así que para bien o para mal, preferimos que un Correa debilitado termine su periodo antes que darle paso a otro totalitarismo de uniforme, que sería igual hasta en el color verde y la ambición desmedida por los contratos y las emergencias.
Los escenarios políticos, sin embargo, no son inmutables. Una posibilidad, por ejemplo, es que el precio del petróleo siga subiendo y que con eso Correa recupere un día de estos su habilidad política, que por lo visto solo funciona cuando hay dinero para repartir. En ese caso, tendríamos correísmo para rato.
Pero podríamos asistir también a una variante distinta, y que aun con suficientes dólares en el bolsillo Correa siga precipitándose él mismo en derrotas y fracasos cada vez más sonados. Entonces, la sucesión presidencial sí aparecería como una posibilidad real, y veríamos a unos cuantos generales, empresarios, dirigentes políticos y periodistas que se reúnen en secreto para decidir entre cuatro paredes qué hacen con el Ecuador.
Qué terrible dilema, fíjense ustedes. Si el aspirante a dictador Correa se fortalece, perdemos; pero si se debilita, podríamos acabar en manos aun peores.
¿A qué se debe esta paradoja? A que nuestra juventud todavía no se anima a dar el paso de formar nuevos partidos. Ese es el verdadero origen de la crisis espantosa en la que nos encontramos desde hace dos o tres décadas.
No es Correa, ni Febres-Cordero, ni los militares, ni la prensa corrupta los que mayor daño nos han hecho, sino la ausencia de nuevas ideologías, la falta de gente joven que enfrente al caudillismo con soluciones reales y el miedo a construir nuevas figuras que no sean cantantes, cocineros o bataclanas. Mientras eso no se corrija, podremos seguir llorando como plañideras desconsoladas, pero seguiremos de tumbo en tumbo. Estamos en manos de una juventud que todavía mira con recelo a sus mayores y se indigna, pero no se anima a sacar la única conclusión que cabe: tomar ella misma por el mango el sartén de la política.
Queridos jóvenes, yo les hago una pregunta: ¿los tendremos que esperar todavía mucho más? Vean que el tiempo corre.
¿Quiere todo esto decir que el Gobierno podría caer, como en Honduras, derrocado por un golpe militar? En lo inmediato esa posibilidad está descartada porque el escenario político en Ecuador es distinto. Aquí los viejos partidos ya casi no existen, son apenas la sombra de lo que fueron, y los militares están entretenidos con el chupete del petróleo. Además, los ecuatorianos ya experimentamos con la caída de tres presidentes: Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez, y llegamos mayoritariamente a la conclusión de que por esa vía poco o nada se consigue. Así que para bien o para mal, preferimos que un Correa debilitado termine su periodo antes que darle paso a otro totalitarismo de uniforme, que sería igual hasta en el color verde y la ambición desmedida por los contratos y las emergencias.
Los escenarios políticos, sin embargo, no son inmutables. Una posibilidad, por ejemplo, es que el precio del petróleo siga subiendo y que con eso Correa recupere un día de estos su habilidad política, que por lo visto solo funciona cuando hay dinero para repartir. En ese caso, tendríamos correísmo para rato.
Pero podríamos asistir también a una variante distinta, y que aun con suficientes dólares en el bolsillo Correa siga precipitándose él mismo en derrotas y fracasos cada vez más sonados. Entonces, la sucesión presidencial sí aparecería como una posibilidad real, y veríamos a unos cuantos generales, empresarios, dirigentes políticos y periodistas que se reúnen en secreto para decidir entre cuatro paredes qué hacen con el Ecuador.
Qué terrible dilema, fíjense ustedes. Si el aspirante a dictador Correa se fortalece, perdemos; pero si se debilita, podríamos acabar en manos aun peores.
¿A qué se debe esta paradoja? A que nuestra juventud todavía no se anima a dar el paso de formar nuevos partidos. Ese es el verdadero origen de la crisis espantosa en la que nos encontramos desde hace dos o tres décadas.
No es Correa, ni Febres-Cordero, ni los militares, ni la prensa corrupta los que mayor daño nos han hecho, sino la ausencia de nuevas ideologías, la falta de gente joven que enfrente al caudillismo con soluciones reales y el miedo a construir nuevas figuras que no sean cantantes, cocineros o bataclanas. Mientras eso no se corrija, podremos seguir llorando como plañideras desconsoladas, pero seguiremos de tumbo en tumbo. Estamos en manos de una juventud que todavía mira con recelo a sus mayores y se indigna, pero no se anima a sacar la única conclusión que cabe: tomar ella misma por el mango el sartén de la política.
Queridos jóvenes, yo les hago una pregunta: ¿los tendremos que esperar todavía mucho más? Vean que el tiempo corre.
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