jueves, 25 de febrero de 2010

El Reyecito

Iván Sandoval Carrión
Quienes ya peinamos canas –según la frase hecha– o ya no tenemos mucho que peinar, seguramente recordamos la figura de El Reyecito (The Little King), el simpático personaje de la tira cómica creada en 1930 por el dibujante y humorista norteamericano Otto Soglow, y que aún se publicaba en nuestros diarios a comienzos de los años sesenta.
Bajito, regordete, goloso y puerilmente arbitrario, El Reyecito ponía en acto su particular concepción de que “el pueblo soy yo” para resolver todos los asuntos del Estado según su capricho personal y su lúdica conveniencia, sometiendo a incruentas humillaciones a todos los seres vivos del reino, a quienes consideraba “súbditos” (incluyendo gatos y palomas), para verificar su poder en cada entrega semanal del cómic, aunque jamás condenaba a nadie a muerte ni a tortura.
En la España franquista, El Reyecito era una de las tiras más leídas y disfrutadas por el público, pues los editores de las principales revistas de historietas lo incluían en alusión al Generalísimo. Aparentemente, Franco jamás vetó al personaje, no sabemos si por un residuo de condescendencia democrática, o simplemente porque no entendió la indirecta:
aunque todos los paranoicos son suspicaces, no todos son tan inteligentes.
Sin saberlo y sin haberlo vivido, Soglow caricaturizó el rostro más amable del personaje más opresivo en la vida de los pueblos: el gobernante totalitario. No ha habido época en la historia de la humanidad en la que no haya surgido algún personaje que lo encarne, generalmente convencido de que su mesiánico destino es salvar a su pueblo de cualquier forma de infortunio.
“¡Alerta, alerta que camina, el mismo despotismo por América Latina!”, podríamos corear actualmente, parafraseando el eslogan que se canta en nuestra tierra desde hace treinta años, adaptándolo al héroe o al villano de turno de acuerdo a las cambiantes circunstancias políticas.
Ya no están de moda los dictadores y menos si son militares; los verdugos que torturaron a la Argentina, Chile, Brasil y Uruguay vacunaron a nuestro continente contra ese azote.
Asistimos a una nueva moda de la eterna aspiración a la omnipotencia, la que algunos llaman “dictadura constitucional” a despecho de la aparente contradicción; hoy se trata de disfrazarse de constitucionalidad para copar todos los poderes del Estado en el nombre de lo que permiten unas leyes que se inventan o modifican continuamente para el efecto.
Es la moda que usan este verano algunos presidentes, ya sean diestros, zurdos, mancos o ambidextros.
La fresca imagen de un presidente constitucional en ejercicio, señalando con su dedito algunos edificios de Caracas y decretando: “¡Exprópiese!”, podría evocar a la figura de El Reyecito, si no fuera porque se trata de un asunto realmente serio que nos obliga a plantearnos una pregunta muy importante, con implicaciones sociales, económicas, políticas y hasta clínicas:
¿Cuál es exactamente la diferencia entre un gobernante que cree que debe permanecer indefinidamente en el poder hasta transformar irreversiblemente a su país, y un delirante megalómano que está convencido de que alguna potencia superior –divina quizás– lo ha escogido para salvar a su nación y no existen límites de tiempo ni de la realidad para el cumplimiento de su sagrada misión?
¿Acaso siempre debemos creerles aquello de que Vox populi, vox Dei?

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