Dos cosas nos provocan vergüenza a los seres humanos: hacer el ridículo o que nos pillen en pecado. A este gobierno le sobran motivos de ambos, pero ni se sonroja.
Fue humillante para el Presidente de la República, por ejemplo, que las novatas Rossana Queirolo y Diana Acosta obliguen a su partido -en medio de una caótica reunión- a retractarse en público de sus posturas sobre Dios, matrimonio gay y aborto, luego de lo cual de todos modos ambas se largaron de Alianza PAIS tirándole la puerta en las narices a Betty Amores.
Pero este mismo incidente sirve como ejemplo de otra vergüenza más humillante aun (perdón por la redundancia, si la hay), la que nos asalta cuando nos descubren en un acto inmoral.
A fines del siglo XVI Enrique III de Navarra quería ser rey de Francia, pero un obstáculo se lo impedía: era protestante y el país era católico. Intentó primero la solución antigua de hacer una guerra y no funcionó. Sus rivales eran más sanguinarios y en una noche los jefes católicos degollaron a más de tres mil protestantes en la masacre de San Bartolomé.
Pero Enrique, sin demoras ni aspavientos, optó por el método más moderno de cambiar de fe. Dicen que cuando el Papa lo coronó como rey se justificaba ante sus amigos: “París bien vale una misa”.
Correa, tan católico como es, habrá recordado a su antecesor navarro en la reunión del bloque de asambleístas de Alianza PAIS ya que no puso ningún reparo para contradecirse y anunciar que el nombre de Dios sí constará en la Constitución, después de que sus encuestadores le informaron de que este asunto ponía en riesgo el sí en el referéndum.
El Presidente dejó muy claro en cambio que donde no cederá ni un milímetro es en la defensa incondicional del Superintendente de Compañías
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Aquí hay un acto de corrupción con todas las letras porque sus autores admitieron que acostumbraban pedirles a los empleados del Estado una contribución para el partido de gobierno.
Eso solo constituye un acto inmoral, ya que entre jefe y subordinado no hay actos “voluntarios” cuando se trata de proponer una obligación personal que no consta en el contrato laboral.
Por eso fue inmoral, también, la propuesta del Subsecretario de Gobierno aquel que se quiso darse un revolcón con una señorita que le había ido a solicitar empleo (¿lo recuerdan?), por mucho que él argumentase que ella era mayor de edad y pudo haberse negado
Pero esta parece ser una de las características del socialismo del siglo XXI: se pueden pedir diezmos o cobrar derecho de pernada si son libremente pactados. Así que gritemos todos con fuerza y con ánimo: ¡Junto al Super-intendente, ni un paso atrás! ¡El nombre de Dios es negociable, pero los diezmos de la Súper, jamás!
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