Fernando Balseca
¿Se han fijado los lectores y televidentes cómo quedó el capó del Grand Vitara SZ blanco –que transportaba a la esposa del Fiscal General de la Nación– como consecuencia del arrollamiento que segó en Quito la vida de la joven madre Natalia Emme?
El tremendo hundimiento nos hace creer que la cubierta era de papel aluminio.
¿Podemos imaginar el sufrimiento del cuerpo impactado por una potencia bestial?
¿Qué descentró así el capó?
¿El cráneo, el tronco, el pecho, la cara?
¿Qué parte de las piernas, los brazos o la cadera provocó que se desprendiera el guardachoques del jeep modelo 2010?
Ese auto oficial estaba en el lugar equivocado.
En una sociedad que respete escrupulosamente el derecho a la vida, bastaría presentar ese vehículo en la sala de estrados para señalar la culpabilidad de quien lo conducía, pues no debe permitirse que se maneje así en la ciudad. Ninguna paranoia justifica la circulación por un carril exclusivo ni el exceso de velocidad (al menos 90 km por hora).
La justicia tendrá que señalar a los responsables de esa muerte en un proceso, esperamos, que ya no esté viciado por la escandalosa parcialidad de los fiscales e investigadores.
Pero debe quedar claro que en este y en otros casos similares el gran asesino es el poder.
El coautor de la muerte de Natalia es el poder político.
Al parecer, la estupidez y la prepotencia les come el coco a esos elegidos que gozan las delicias de estar en un cargo público, a tal punto que dejan de pensar y de sentir y pierden la memoria de quiénes son y de dónde vienen. A Natalia la mata el descontrol estatal que tolera que los carros oficiales se usen como si fueran de pertenencia personal.
Y meditándolo bien, ¿por qué esos funcionarios estatales disponen de vehículos?
¿Por qué olvidamos –incluso en tiempos revolucionarios– que los secretarios de Estado, subsecretarios y demás no son más que nuestros empleados temporales y que no existe justeza cuando el Estado les costea su movilización?¿Por qué ellos y ellas no se pagan la gasolina, el cambio de aceite y la alineación y el balanceo de sus propios automotores como cualquier persona normal?
Tal vez esto consiga que salgan de la tonta irrealidad que conlleva todo ejercicio gobernante.
Habrá revolución cuando las autoridades, incluido el Presidente de la República, sostengan en el corto tiempo una práctica de ciudadanía como la de cualquier peatón.
A Natalia la matan esos que, a costa del Estado, se divierten bailando cumbias en celebraciones privadas con sus cuates y cuatas mientras los choferes-guardaespaldas-pesquisas esperan en la madrugada a que el funcionario concluya su meneíto y su bachata.
A Natalia la mata una concepción, que aún no cambia, por la cual los funcionarios y sus allegados asumen que el Estado, como muestra de agradecimiento por sus “servicios a la patria”, debe concederles inmunidad e impunidad para actuar como a bien tuvieran con los que andan a pie.
Ya es momento –son más de tres años, después de todo– de inventar una normativa éticamente radical que cancele la oprobiosa utilización abusiva del poder político.
El capó del Vitara blanco es una espantosa y dolorosa prueba de las infamias que se producen cuando ellos pierden la cabeza por el poder.
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