Manuel Ignacio Gómez Lecaro
Este feriado lo pasé felizmente desconectado. No leí periódicos. No vi las noticias. Disfruté mi 10 de agosto recorriendo paisajes serranos, sin escuchar discursos de Rafael Correa.
Cuando iniciaba el descenso a la Costa por una carretera en gran parte empedrada y polvorienta –¿qué pasó con todas esas emergencias viales?– intenté romper mi aislamiento noticioso. Encendí la radio del carro y apareció la voz de Correa en su discurso de posesión. Pero todos, incluyendo mi hija de dos años, protestaron ante la intromisión de esa voz. Ante el clamor popular se calló Correa y la música nos acompañó el camino.
Me salvé entonces de escuchar perlas de Correa, como cuando dijo que la competencia es un principio bastante cuestionado y un verdadero absurdo entre países. Me lo perdí haciendo un llamado a los otros presidentes a no “volver a caer en la trampa de competir entre nosotros para atraer inversiones o vender más a los mercados del Primer Mundo, precarizando nuestra fuerza laboral… Tanto entre nuestros países como en el interior de los mismos, en lugar de tanta competencia, debemos dar más espacio a la acción colectiva”.
¿Ingenuidad, socialismo crónico, o deseos de quedar bien con Chávez y Castro? ¿Todo lo anterior?
Lo cierto es que esta visión en la que en lugar de la competencia que lleva al desarrollo de países, empresas e individuos, se pretende una utópica cooperación, dice mucho del poco progreso que podemos esperar con este Gobierno. Veremos sentaditos a otros competir y progresar, mientras nuestros revolucionarios nos meten el cuento de que están organizando esta “acción colectiva”.
Por andar disfrutando la música y el cambio del paisaje serrano al costeño, también me perdí los ataques del Presidente a la prensa. Aunque todos los sábados lo hace, esta vez era especial: estaban todos muy elegantes, y lo escuchaba su maestro Chávez y hasta el Príncipe de España.
No escuché a Correa decir que “debemos perder el miedo, y a nivel de países, plantearnos formas de controlar los excesos de la prensa –¿verdad ministra de Información de Venezuela?–; tenemos que tomar cartas en el asunto. Somos nosotros los que ganamos las elecciones, no los gerentes de esos negocios lucrativos que se llaman medios de comunicación”.
Más claro no pudo ser Correa al dirigirse espontáneamente a la funcionaria venezolana. Ese “tenemos que tomar cartas en el asunto” es un anuncio de su estrategia chavista: callar a los medios y limitar la libertad de expresión, como lo hizo su mentor, con la excusa de que su lucha es contra determinados poderes económicos.
Se sintió bien desconectarme estos días tan politizados. Quisiera hacerlo más seguido, pero con este Gobierno no se puede. Se mete en nuestras vidas. Se encarga de que lo notemos día a día. Que no lo olvidemos ni un momento. Y si el buen Gobierno es aquel que menos se siente, ya nos damos una idea del que aquí tenemos.
“Esta es una revolución alegre, que la hacemos día a día cantando”, dijo Correa. Mi mayor alegría, al menos por ese fin de semana, fue no escucharlo, alejarme de tanta demagogia y palabrería, e imaginar que vivo en un país donde el Gobierno no está hasta en la sopa ni pretende controlar nuestras vidas.
Cuando iniciaba el descenso a la Costa por una carretera en gran parte empedrada y polvorienta –¿qué pasó con todas esas emergencias viales?– intenté romper mi aislamiento noticioso. Encendí la radio del carro y apareció la voz de Correa en su discurso de posesión. Pero todos, incluyendo mi hija de dos años, protestaron ante la intromisión de esa voz. Ante el clamor popular se calló Correa y la música nos acompañó el camino.
Me salvé entonces de escuchar perlas de Correa, como cuando dijo que la competencia es un principio bastante cuestionado y un verdadero absurdo entre países. Me lo perdí haciendo un llamado a los otros presidentes a no “volver a caer en la trampa de competir entre nosotros para atraer inversiones o vender más a los mercados del Primer Mundo, precarizando nuestra fuerza laboral… Tanto entre nuestros países como en el interior de los mismos, en lugar de tanta competencia, debemos dar más espacio a la acción colectiva”.
¿Ingenuidad, socialismo crónico, o deseos de quedar bien con Chávez y Castro? ¿Todo lo anterior?
Lo cierto es que esta visión en la que en lugar de la competencia que lleva al desarrollo de países, empresas e individuos, se pretende una utópica cooperación, dice mucho del poco progreso que podemos esperar con este Gobierno. Veremos sentaditos a otros competir y progresar, mientras nuestros revolucionarios nos meten el cuento de que están organizando esta “acción colectiva”.
Por andar disfrutando la música y el cambio del paisaje serrano al costeño, también me perdí los ataques del Presidente a la prensa. Aunque todos los sábados lo hace, esta vez era especial: estaban todos muy elegantes, y lo escuchaba su maestro Chávez y hasta el Príncipe de España.
No escuché a Correa decir que “debemos perder el miedo, y a nivel de países, plantearnos formas de controlar los excesos de la prensa –¿verdad ministra de Información de Venezuela?–; tenemos que tomar cartas en el asunto. Somos nosotros los que ganamos las elecciones, no los gerentes de esos negocios lucrativos que se llaman medios de comunicación”.
Más claro no pudo ser Correa al dirigirse espontáneamente a la funcionaria venezolana. Ese “tenemos que tomar cartas en el asunto” es un anuncio de su estrategia chavista: callar a los medios y limitar la libertad de expresión, como lo hizo su mentor, con la excusa de que su lucha es contra determinados poderes económicos.
Se sintió bien desconectarme estos días tan politizados. Quisiera hacerlo más seguido, pero con este Gobierno no se puede. Se mete en nuestras vidas. Se encarga de que lo notemos día a día. Que no lo olvidemos ni un momento. Y si el buen Gobierno es aquel que menos se siente, ya nos damos una idea del que aquí tenemos.
“Esta es una revolución alegre, que la hacemos día a día cantando”, dijo Correa. Mi mayor alegría, al menos por ese fin de semana, fue no escucharlo, alejarme de tanta demagogia y palabrería, e imaginar que vivo en un país donde el Gobierno no está hasta en la sopa ni pretende controlar nuestras vidas.
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