Emilio Palacio
Como bien sabemos, el Presidente de la República emplea mucho dinero del Estado en harina subsidiada, bono de la pobreza, créditos del Banco de Fomento, focos ahorradores, bono de la vivienda, bono para damnificados en emergencias y así. Es la versión correísta del socialismo del siglo XXI. Según Rafael Correa, socialismo es sinónimo de repartir dinero entre los pobres.
A todo eso los financistas lo llaman “gasto”. Algunos gastos son útiles; los focos ahorradores, por ejemplo, reducen el consumo de energía; otros son puro despilfarro. Pero lo que interesa aquí no es evaluar cómo emplea el Gobierno esos fondos sino constatar que van directo al bolsillo del consumidor para que este compre más alimentos, ropa china o el modelo más reciente de celular. Luego, el dinero habrá desaparecido. Ni el Gobierno ni el que recibió la ayuda lo volverán a ver.
En la cuenta de “gastos” hay que incluir también, por supuesto, otra clase de “bonos” que no van al bolsillo de los pobres precisamente. Me refiero a las campañas publicitarias (con sus comisiones), al chef belga y a otras delicatessen de Carondelet, así como a los viajes tan frecuentes del Presidente. Todo eso es gasto, dinero que se consume para que nunca más lo volvamos a ver.
El Presidente también pone primeras piedras. Una carretera aquí, una refinería allá, una presa hidroeléctrica acullá. Es lo que se llama “inversión”.
Para el ojo no acostumbrado, “inversión” y “gasto” parecen iguales, ya que en ambos casos el Estado reparte dinero que va al bolsillo del consumidor; pero en realidad son conceptos completamente distintos porque el dinero que se invierte pasa primero por las fábricas, haciendas y minas, dinamizando la producción. Solo después acaba en el bolsillo de algún consumidor. Así que no es dinero que desaparece sino que se multiplica. Cuando se construye una refinería o una represa, las personas que comienzan a trabajar en esas obras ya no requieren de un bono de la miseria porque ellos mismos, con los empleos que se generaron, son capaces de producir su propio ingreso.
El problema radica en que este Gobierno pone muchísimas primeras piedras pero las obras no avanzan. Se corta la cinta el día de la inauguración y luego el dinero deja de fluir. No lo digo yo sino el Ministerio de Finanzas, que informa que entre enero y diciembre de este año el poder público tenía previsto invertir 6.400 millones de dólares, pero hasta el mes pasado solo se ejecutaron 1.800 millones. Para cumplir la meta inicial, habrá que invertir durante los tres meses siguientes casi la misma cifra que en los nueve meses anteriores.
Así que este Gobierno gasta, gasta y gasta, pero no invierte; o no puede invertir o no sabe invertir.
¿Por qué debería importarnos todo esto? Porque la economía mundial se está poniendo color de hormiga. Nuestras exportaciones podrían verse afectadas. La inversión extranjera podría no regresar. El capital nacional que todavía no se ha ido, puede fugar. Y la única manera de paliar el daño probable sería invirtiendo.
Si nos gastamos el dinero en bonos, tengan por seguro que un día de estos amaneceremos con una mano delante y otra atrás. Recién entonces nos enteraremos de que la fiesta de los bonos en Carondelet no era gratis.
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