lunes, 7 de diciembre de 2009

La voluntad suprema

Francisco Febres Cordero
Al regreso de su último viaje, el Excelentísimo señor Presidente de la República ha salido por los fueros de la majestad de su cargo y ha dicho que él no tiene por qué dar explicaciones sobre los invitados que le acompañan en sus giras.
Y en eso Su Excelencia lleva razón: por algo compró su avión particular para volar donde le dé la gana, sin que tampoco tenga que dar explicaciones a nadie sobre sus desplazamientos. Y por algo, también, lleva consigo a unos cuantos guardaespaldas para que lo protejan de cualquier atentado que hayan urdido contra él los malos, que son muchos y andan en busca de la ocasión más propicia para envenenar alguno de los potajes que con tanto esmero le prepara su chef belga.
No tiene el Excelentísimo señor Presidente de la República por qué dar explicaciones de ninguno de sus actos, porque su voluntad se ha elevado a la categoría de suprema ley: bajo ella está desde la interpretación de la Constitución hasta la orden de arresto contra cualquier ciudadano que ose expresar una opinión adversa.
De cuando en cuando llama a su despacho a los grupos sociales que buscan ciertas reivindicaciones y allá ordena acudir también al Presidente de la Asamblea para que, en el transcurso de la reunión, vaya tomando nota de las reformas legales que es menester ejecutar. Después, el Presidente envía a la Asamblea los textos de las tales reformas y cuida de que sus conmilitones las aprueben a pie juntillas, independientemente de que hayan hecho el sainete de discutirlas o no.
Aparece el Excelentísimo señor Presidente de la República en sus enlaces radiales sabatinos y, con regularidad pasmosa, injuria con su lengua bífida a cuanta persona haya expresado una opinión contraria a la suya, sin que luego de esa “rendición de cuentas” en que cuenta en un monólogo de horas solo lo que él quiere contar, tenga que dar explicación alguna sobre el daño a la honra ajena de todos quienes, para él, tienen la categoría de miserables, mediocres, idiotas o pitufos.
¿Por qué el Excelentísimo señor Presidente de la República ha de tener que dar explicaciones de lo que su Gobierno derrocha en publicidad, si él administra los dineros públicos con su sabiduría de economista graduado en el exterior, luego de padecer la ignominia de ser alumno de una universidad ecuatoriana que no le aportó a su formación más que un llanto que no cesa?
¿Por qué el Excelentísimo señor Presidente de la República ha de dar explicaciones sobre su obstinado, necio, testarudo afán de silenciar a la prensa mediante la expedición de una ley tan mañosa como truculenta? ¿Por qué ha de verse en la necesidad de explicar a nadie que su palabra es la única verdadera, y que cuestionarla es un acto que ofende no solo a su sabiduría omnímoda sino a la majestad de su cargo?
No tiene, en efecto, el Excelentísimo señor Presidente de la República, por qué explicar al país la razón de ninguno de sus hechos y sus dichos: a lo largo de su ya larga gestión, él ha revolucionado la democracia hasta transmutarla en autocracia y, vestido con sus camisas étnicas, ha empuñado su cetro de mandamás con el que pretende gobernar para siempre este país que, desde su prepotencia, cree poblado por estúpidos y eunucos, a quienes es posible someter a mandoblazos.

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