viernes, 20 de junio de 2008

Frankenstein en la Asamblea

Fernando Balseca
Al igual que el científico ginebrino Víctor Frankenstein –quien se propuso sacar vida de la materia inanimada–, los miembros de la Asamblea Constituyente tienen que hacer andar a aquel ser que está siendo fabricado en las mesas y el plenario: la Constitución para el siglo XXI. De lo que se puede apreciar cuando los asambleístas acuden a las entrevistas en los medios, ellos están conscientes de que una carta política actualizada que sancione una estructura diferente de la sociedad es punto de partida para que el país enrute la forja de su nueva era. Obsesionado por los fenómenos inexplicables, el erudito Frankenstein profundizó sus conocimientos acerca de la electricidad y la animación de los cuerpos inertes. La misión de los constituyentes, a su vez, es alzar a un cadáver y darle la esperanza de una existencia digna.
Frankenstein visitó cementerios, panteones y osarios, y descubrió que era capaz de reanimar lo que estaba yerto. Para manipular con mayor facilidad el delicado ensamblaje de fibras, venas y músculos, concibió a un individuo de estatura gigantesca. La tarea de los asambleístas también es de este talante no solo por los cientos de artículos de la Constitución sino por la magnitud de las expectativas que la sociedad mantiene respecto de la excelencia del esperado texto. Alucinado por la dimensión de su empresa, Frankenstein se encerró en su taller, olvidándose de sus allegados, lo que trajo resentimientos de su padre, de su mejor amigo y hasta de su prometida. Los asambleístas también se han visto forzados a un retiro en la provincia, incluso los sábados, separados del calor de sus hogares.
Mientras trabajaba en la confección del nuevo espécimen, el científico reflexionó así: “El ser humano que quiera conseguir la perfección tiene que conservar siempre la mente serena y tranquila, y jamás permitir que la pasión o los deseos pasajeros perturben su serenidad”. Esto parece haber sido escrito para los constituyentes y les sienta perfecto para inspirar su faena. Frankenstein consiguió formar a una criatura que lo decepcionó por monstruosa: calificó de “cadáver demoníaco” y “diablo” cuando miró con detenimiento al ente que había vivificado y se arrepintió de haber sido, él mismo, “el hacedor de un mal incorregible”. Los rasgos de este ser causaron espanto y su porte y fealdad impidieron que la gente viera en él a una persona normal, pues todos huían despavoridos ante su aspecto desgraciado.
Como pasó en la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, el engendro, condenado al aislamiento, fue aborrecido por la comunidad. En más de un sentido los constituyentes son como el sabio Frankenstein, ya que sobre ellos recae la inmensa responsabilidad de lograr que su fruto –la Constitución de 2008– no sea despreciado por la ciudadanía, pues nadie quiere dar con algo que, por sus defectos y deformidades, luego sea rechazado porque no se han resaltado adecuadamente sus bondades. También es absurdo que los asambleístas, de cualquier tienda política, llamen a repudiar a su propia creación. Comportarse como Frankenstein es decirle no al proyecto de la nueva Constitución sin siquiera haberlo conocido y discutido en su totalidad o actuar de tal manera para que la población vote no.

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